EN MEMORIA DE MÍ
- IEBC
- 1 dic 2022
- 5 Min. de lectura
POR GUSTAVO RAMÍREZ

Los profetas no fueron escritores, sino hombres de la palabra viva y directa. No escribieron sus libros, ni tampoco los dictaron. Eran mensajeros de Dios con mucha autoridad. Anunciaban, denunciaban y, con su palabra, se enfrentaban a las más diversas situaciones políticas, sociales o religiosas, con el fin de llamar a la conversión, anunciar un futuro mejor y, principalmente, que se cumpliera la alianza entre Dios y su pueblo en su doble dimensión: humana y religiosa. En la lectura de Malaquías 3:1 nos encontramos con la Palabra de Dios: “Mira; yo envío mi mensajero delante de mí, a prepararme el camino”. Y en Isaías 40:3 leemos: “Voz de uno que grita en el desierto: preparen el camino del Señor, rectifiquen los senderos de nuestro Dios”. Estas palabras de los profetas la observamos en Juan el Bautista, maestro y profeta de muchos y, probablemente, también de Jesús. En el 64 a.C. el romano Pompeyo reorganizó Palestina y deshizo el reino asmoneo. En el 40 a.C. se creó una monarquía adicta y vasalla de Roma: la monarquía Herodiana. Esta perduró hasta la época de Augusto, cuando aprovechando la muerte de Herodes, Judea se convirtió en una provincia administrada directamente por Roma mediante un “procurador” o gobernador de rango inferior que disponía de tropas auxiliares. Palestina estaba bajo la dominación Romana y uno de los signos más evidentes de este Imperio era el control fiscal, con sus sistemas de impuestos. Así mismo, el censo de personas y propiedades era un trabajo previo, imprescindible para ejercer el control territorial, y precisamente este censo fue lo que motivó el viaje de José y María a Belén, donde nacería Jesús. Una buena parte de la vida de Jesús se desarrolló en tierras de Galilea, allí adoptó seguidores que se convirtieron en sus discípulos, y juntos recorrieron varios lugares en donde Jesús anunciaba la llegada de un nuevo “Reinado de Dios”. El Reino de Dios es de los humildes, y para hacer más comprensible su mensaje, Jesús utilizó las parábolas en Mateo 13: 22-23: “El Reino de Dios es como una siembra, hay semillas que se pierden y otras que fructifican”.
Y en Mateo 13: 31-33: “El Reino de Dios crece como el grano de mostaza o la levadura”. La gente sencilla que lo escuchaba decía: “- Ese no es como los escribas; ese sí habla con autoridad. - ¿Qué autoridad? ¡Si no tiene estudios ni formación!” La autoridad que da la convicción de tener una misión y de ser responsable de una causa: la causa del Padre, la causa de la vida. Desde el principio, la manera en que Jesús se comportaba y hablaba del Reino le trajo conflictos con los jefes religiosos, fariseos y con otros grupos. Estos le alegaban: “La Ley es la que nos dice qué se puede y qué no se puede hacer; y nosotros somos sus intérpretes autorizados”. Y Él les respondía: “Lo que me dice qué debo hacer o no, es la necesidad de las personas, que está por encima de la Ley; el Reino es más grande que todo, y quien me ayuda a interpretar es el Espíritu de mi Padre.”. (Marcos 2:1-12) Jesús solo quería mostrar lo que al Padre le importaba: la vida de las personas, y que el modo de agradarle era mediante el cumplimiento de las exigencias de la Justicia y del Amor; y no mediante el cumplimiento de Leyes o Ritos.
Él mostró a sus discípulos cómo se multiplican los panes y peces, cómo se atraviesan las tempestades, los miedos. Les instruyó a escuchar y a hablar cuando se debe, a discipular, a ponerse al servicio de sus semejantes, a ser como niños para entrar en su Reino. También les enseñó que la mujer no es inferior al hombre, a dar a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios, y a ser inclusivos con aquellos que son excluidos. Regresar a Jerusalén era volver al peligro. Llegaban rumores de complot contra Jesús y de las medidas que estaban tomando, desde aquel episodio en el Templo, cuando con mucho enojo tiró las mesas de los Cambistas. Llegaba la tarde, y el recuerdo de la salida de Egipto era el Fundamento de la conciencia judía de ser Pueblo de Dios, pueblo liberado. Miles de peregrinos de todo el mundo llegaban a Jerusalén. Y en la víspera de Pascua, Jesús y sus discípulos estaban en Jerusalén, había que hacer los panes sin levadura, sacrificar los corderos, en fin, hacer los preparativos, entonces ellos le preguntaron: “Maestro, ¿dónde quieres que preparemos la Cena de Pascua?” Jesús ya había hablado con una persona y envió a dos de ellos con indicaciones en claves y precisas, para que prepararan lo necesario.
Jesús llegó junto al resto de sus discípulos al lugar ya preparado, y mientras estaban recostados comiendo, el Maestro irrumpe con solemnidad aquel ambiente religioso: “Tengo que decirles algo que me angustia; y es que uno de los que está en la mesa comiendo conmigo me va a traicionar”. Se hizo silencio en el lugar, y desconcertados se miraban y se preguntaban unos a otros: “¿Quién es?”. Seguían comiendo en silencio, nada se había aclarado, todos sospechaban de todos. En torno a Jesús se había tejido toda una maraña de malas interpretaciones. Él había hablado de Dios como Papá y lo acusaban de blasfemo; miraba por la vida de los pobres y le decían endemoniado; compartía su pan y lo querían hacer rey; curaba y lo miraban como impuro y lo tenían como loco; anunciaba el Reino y lo aclamaban como el Mesías que encabezaría la revuelta contra Roma. Para terminar con todos esos malentendidos, Jesús iba a realizar una doble acción profética de tipo simbólico. Jesús quería que lo vieran como uno que se ofrece para dar vida, como aquel “cordero” por cuya sangre derramada violentamente se hace la Alianza y se rehace el pueblo. En ese símbolo se concentra lo que Él ha sido. “Alabado seas tú, Señor, Nuestro Dios rey del mundo, que haces salir el pan de la tierra…” decía la oración ritual.
Y mientras comían tomó el pan, dio gracias y lo partió y les dio diciendo: esto es mi cuerpo que por ustedes es dado, “Hagan esto en memoria de mí”. Cada vez que nos juntamos en Comunidad rememoramos sus palabras, sus enseñanzas, sus alegrías, sus tristezas, sus milagros, su inclusión, su amor y su entrega. De esta manera, honramos su “En memoria de mí”. Y nos dejó a su Espíritu, que mora en nosotros, que nos alienta y nos anima a caminar los caminos de la Justicia, Misericordia y Humildad, descansando en Él, que es nuestra Paz y nuestro Dulce Refugio.
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