EN-THEOS
- IEBC
- 3 dic 2022
- 3 Min. de lectura
POR ANALÍA VISA
Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón.
Col 3:33

La pasión tiene diferentes acepciones según el contexto en el que aparece. Dos de ellas son bastante distintas y nos despiertan diferentes actitudes: por un lado podemos comprender a la pasión como padecimiento, como sentimiento perturbador que nubla la razón o bien, puede ser comprendida como entusiasmo, como motivación que nos despierta algo en particular. En líneas generales, podemos decir que la pasión ha sabido ganarse mala fama, lo cual no sería un problema si me estaría refiriendo al primer tipo de acepción, pero lo llamativo es que la pasión que se suele anular es la pasión como entusiasmo. Nos queremos desapasionados. Entre las personas de mi edad y más jovencitos “ser intenso” es recibido como un insulto o una crítica, es interesante pensar por qué sería una cualidad negativa y cómo fue que llegamos a considerarla de esta manera. Claro que cuando hablo de intensidad me refiero a un entusiasmo saludable: entiéndase como formas de ser, hacer y relacionarse sana pero interesada o comprometidamente.
Hace algunos años trabajo en un programa de orientación vocacional con chicos/as que rondan los 17 años, uno de los mayores inconvenientes que tenemos los/as adultos/as que acompañamos en este tránsito es poder generarles algún interés, o mejor dicho, la demostración de algún interés.
Porque el problema no es que no tengan algo que los/as entusiasme, sino que son reacios/as a confiar eso que los conmueve, a saberse y a que los sepan conmovibles. Algunos/as se dan por vencidos/as, no saben qué hacer con un pibe que superficialmente parece tener el entusiasmo totalmente desgastado. Sabemos que vienen con trayectos educativos complejos, con problemas familiares, comenzando a notar que el entorno en el que uno nace y crece nos pone condicionamientos. Llegan desanimados, pero siempre hay algo que los entusiasma, siempre está ahí. Estamos viviendo una época en la que la indiferencia es abiertamente promovida y valorada. No podemos culparlos, porque posiblemente no tenga que ver solo con una generación sino con un estilo de vida de época. “La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes” decía Antonio Gramsci en un breve pero duro texto a los indiferentes que ya polulaban en su época. Así que si se quiere ser un sublevado de estos tiempos, se deberá ser ante todo un entusiasta. Lo disruptivo hoy es no cuantificar los sanos sentimientos y las amables demostraciones que se tienen de los mismos ni regular la fortaleza de los vínculos por miedo ni especular con aquello que nos muestre conmovibles.
Siempre las etimologías nos traen un poco de luz. El término entusiasmo proviene del griego enthousiasmós, está formado sobre la preposición en y el sustantivo theós ‘dios’. La idea que refleja entonces el término es que cuando nos dejamos llevar por el entusiasmo es Dios el que está en nosotros y se manifiesta a través nuestro, como les ocurría a los poetas, los profetas y los enamorados, según comprendían esto los griegos. Mi entusiasmo por algunas cosas se ha visto disminuido en este último tiempo, pero también se ha ido moviendo hacia otros lugares. Y es que primeramente uno escribe para uno, para su primer lector. El desafio que tenemos es poder volver a entusiasmarnos si sentimos que hemos dejado de hacerlo en algún área de nuestras vidas en la que es necesario estarlo, en las cosas que hacemos y en las formas en las que nos relacionamos con otros. Que podamos permitir que Dios se manifieste a través de la forma en que nos involucramos en este mundo, que se refleje en nuestra pasión, en nuestro entusiasmo, en nuestra intensidad y compromiso con la vida. Todo entusiasmo implica apego y fragilidad, que podamos encontrar en Dios la fortaleza que da su compañía.
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