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SIN VIAJES EN EL TIEMPO

  • IEBC
  • 1 dic 2022
  • 4 Min. de lectura

POR CAROLINA GARCÍA



La equivocación, fallar en el blanco, hacer algo que no está bien, que perjudica de

alguna manera a los demás y a uno mismo, no nos es ajeno. Cada quien tiene lo suyo,

alguna parte de su historia, alguna decisión, algún aspecto de su pasado que de poder,

lo cambiaría.

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Aquí voy a hablar un poco de mí.


Yo, un hombre, nacido en una familia sencilla de Galilea, lugar de pescadores, yo soy pescador. Conozco bien la importancia del tiempo. Hay una hora precisa a la que salimos a pescar. No es cualquiera. Elegimos salir temprano, echar las redes cuando todavía no sale el sol, y regresar con los peces en el momento oportuno de la venta, la comida, las otras actividades que vienen después de la pesca. Para mí, el tiempo es importante. Tal vez no sé muchas cosas, soy tosco y mi aspecto no lo cuido para que otros aprecien mi apariencia, pero por mi oficio, tengo especial cuidado y atención con el tiempo.


Cuando Jesús me dijo que volviera a echar las redes, esa vez que nada habíamos pescado, y que luego de hacer lo que nos pedía, recogimos las redes llenas, fue una ocasión que sacudió mi mente y corazón. Es como si Jesús estuviese por encima de esos tiempos para mí, tan importantes. Era imposible que pescara luego de haber echado tantas veces las redes.

¡Imposible! Pero ya saben, con Jesús las cosas siempre salen de su límite si nos invita a actuar por fe. Es como si hiciera otra historia de nuestra historia al momento que está presente y nos movemos con Él, para seguirle.

Pero dejen les cuento. Esa vez que me dijo que le iba a negar tres veces antes de que cantara el gallo. Esa vez, lo escuché como hablando de otra persona, no de mí. Yo qu lo he seguido desde que me dijo que sería pescador de hombres, que he estado en momentos tan íntimos que me hacen sentir una cercanía especial.


¿Por qué decía eso de mí? ¿Cómo podía decir que iba a negar a mi Maestro?

Y eso no fue lo peor. Lo peor fue que ocurrió tal como lo dijo. Ahí estaba yo, en el patio oscuro, tan cerca de Jesús, que casi me podía escuchar. Dije que no, que no venía con Él. Y tal como me advirtió, antes de que cantara el gallo, tres veces lo negué. No una, así como por accidente, no dos. ¡Tres veces! Cuando escuché el gallo y caí en cuenta, sentí un dolor y una vergüenza inmensa. Solo quería esconderme. Que no me vieran con el Maestro, que no me viera Él, que no me viera nadie. Yo mismo me quería esconder de mí.

¿Alguna vez lo han sentido?

Ese momento fatal se clavó en mi corazón, me dolía y sabía que me hacía daño, así como a los demás, y sobre todo a Jesús, que ofendí tanto cuando más se esperaría de mi lealtad. No sé si ustedes lo han pensado, si han jugado con la idea de ir atrás en el tiempo y cambiar lo que han hecho. Modificar esas palabras, esos actos que luego quisiéramos que no existan en nuestra historia de vida para que no dañen ni la propia vida ni a los demás ¿Se imaginan? ¿Qué cambiarían? Pero no, no fue así como se me permitió lidiar con lo que hice. Esa fantasía no sirve.


No existen los viajes en el tiempo ni se nos permite cambiar lo ocurrido. Y así como aquella vez que la situación llegaba a su límite y estaba desesperado por sacar más peces, hasta que Él habló y pescó conmigo, en esta ocasión también Jesús me regaló con sus palabras y su amor, su querer estar conmigo, la salida de la situación. Nos volvimos a encontrar. Curiosamente no me reclamó lo que hice. No me preguntó por qué, ni dijo nada parecido. Lo primero que hizo fue invitarme a comer. Asó unos pescaditos y desayunamos juntos. Luego, vinieron unas preguntas:


–Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? –preguntó Jesús. Le contesté: –Sí,

Señor, tú sabes que te quiero. Y entonces dijo:

–Apacienta mis corderos.

Por segunda vez me preguntó: –Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

Y le volví a responder: –Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Y entonces dijo:

–Cuida mis ovejas.

Aunque dos veces ya dejaba muy claro, Jesús enfatizó por tercera vez y preguntó de

nuevo:

–Simón, hijo de Juan ¿me quieres?

En esta tercera vez, con ese énfasis ya sentí un dolor en mi alma. Así que dije:

–Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.

Jesús entonces, volvió a referirse a terceras personas y me dijo:

–Apacienta mis ovejas.

Y por si no fuera poco, me habló de cómo moriría, es decir, habló de mi historia como suya, como quien la conoce y está presente hasta su final. Y volvió a decirme, como aquella vez que fui cautivo tras su voz:

–Sígueme.


Descansé entonces. Tres veces volví a reconocerle, tres veces me llamó a servirle. De nuevo, era libre, sin ese dolor, sin esa vergüenza; es decir, tras sus pasos, respondiendo a ese “Sígueme” que abre una ruta, una forma de caminar y vivir con un amor que impulsa desde toda la historia de quienes hemos sido y somos.


Hay muchas formas con las que Dios expresa su amor. ¿Quién las puede contar? Digo contar con números y contar como quien narra. Tal vez contar, una tras otra y hablar entre nosotros de ellas, nos acerque a amar de esas formas. Hoy les conté esa forma con la que me amó Jesús: me volvió a preguntar para que confirmara mi seguimiento, mi amor por Él que tiene que ver con cuidar lo suyo, sus ovejas. Ahora no quiero viajar al pasado y cambiar lo que hice. Puedo descansar que Jesús sabe toda mi historia y con toda mi historia me ama, me llama y me une a la suya, su historia de amor.


 
 
 

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