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UNA HISTORIA CON MULETAS 

  • IEBC
  • 3 dic 2022
  • 5 Min. de lectura

POR JUAN JOSÉ BARREDA TOSCANO

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La gente retrocede cuando la ve caer. Tirada en el piso siente decir:

- ¡No, usted no! ¡La de más atrás! ¡La de más atrás! ¡Sí, usted!

Advirtiendo las miradas lastimeras que apuñalan su pecho, solo desea permanecer en el suelo para toda la vida. Un muchacho procura levantarla sin éxito. Después, otro más se acerca y ambos logran sentarla. Las miradas la siguen lastimando. Más atrás se oyen unos gritos de festejo:

- ¡Amén! ¡Gloria a Dios!

La gente abre paso alrededor de alguien que asombrada empieza a dar sus primeros pasos. Otra muchacha le alcanza las muletas que hacía unos instantes Lucía había dejado caer con toda la ilusión que su alma podía tener. Los tres la ponen de pie, pero su alma sigue tirada en el piso.

Se había equivocado. El milagro no era para ella. La mirada del sanador no iba dirigida a su persona. Su dolor la había confundido. Sus ganas de vivir mejor la habían traicionado. Tampoco Dios la había mirado. Su mirada había seguido de largo en busca de alguien más digna de su amor. Su osadía por creerse elegida del amor de Dios la avergonzaba. La mirada incriminatoria de Dios se sumaba a las de la gente, pero causaba mucho más daño que aquellas. ¿Cómo se le había ocurrido creer que la sanaría a ella? Su fe no era suficiente para que Dios la amara.

- Mujer, tu fe te ha sanado.

Los análisis de textos bíblicos que relatan milagros están llenos de ambigüedades que señalan la cautela que debemos tener. No hay criterios únicos detrás del obrar de Jesús en favor de los enfermos. No siempre se menciona que esperara la fe de la persona a sanar –¿cómo podría pedírsela a una pequeña agonizante, o a la hija que está lejos? (cf. Mr 5:21-43)– Y la fe que señaló de los enfermos no fue esa mirada optimista sobre lo que Dios puede hacer ("Dios de milagros"). No fue aquella mirada ciega que no se permite cuestionar, examinar, aceptar diversos desenlaces...


Sin embargo, a mi parecer, los relatos de milagros sí señalan una constante que no siempre se señala con la centralidad que debe tener: detrás de cada acción de sanidad o no, el gran amor de Dios está presente (cf. Mt 9:22-36). Ahora bien, el amor de Dios se da en una realidad histórica que, siendo hermosamente compleja, se desarrolla en diferentes maneras, tiempos, condiciones, y aún con diversos actores, por lo que no debe reducirlo al acto de sanación física. Por ejemplo, una persona leprosa que fue marginada social y afectivamente sufrió también el dolor de ser apartada, menospreciada, ofendida... Posiblemente sufrió el abandono de sus seres queridos –véase la cantidad de mendigos y enfermos en los caminos o plazas en las que ministró Jesús, ¿cómo llegaron a esa situación?, ¿cómo llegaban allí? – Quizá vio empobrecer a su familia por gastar sus recursos en cuidar de él o ella. O aún, como podemos ver con varios casos en la Biblia, quizá creció con la idea que Dios lo había castigado o que sufría una maldición divina. Nada de esto se va con la sola sanidad del cuerpo. Ese desamor marca las vidas que lo sufren de forma más profunda de lo que a veces se quiere aceptar.


Si el amor de Dios se agotara en sus acciones de sanidad, entonces, podría decirse que no ama a quienes no sana. Y si fuese así, entonces, ¿qué amor sería ese? Si solo ayudara a quienes tienen fe en él, ¿no sería una gran contradicción hacia la enseñanza aquella que debemos de hacer el bien "aún" a nuestros enemigos? (cf. Mt 5:38-48). Pero también debemos de observar un detalle: el amor de Dios que conocemos por Jesús está vinculado a la vida plena, abarca todas las áreas del ser humano. Así, su acto sanador y restaurador muchas veces comenzó por la salud psíquica, por la restauración social, por los afectos, así como también, por un llamado a dejar el individualismo e involucrarse en acompañar a otros hacia el logro de una vida plena. Y aunque Dios no limita su obrar al obrar humano, muchas veces involucra a sus seguidores en el proceso de ayudar a otros a vivir plenamente. Así, su amor se expresó mucho más allá que la sanidad física inmediata y, sin dejarla a un lado, en otros casos inició el proceso de vida plena para la humanidad desde otros aspectos y con diversos agentes.

Otro aspecto que debe contemplar el milagro, y de esto cada vez se habla menos, es la unión entre la vida presente y la futura. Dios nos ha llamado a la vida eterna después de esta vida, así nos ve, como quienes estaremos desde hoy mismo para siempre a su lado (Jn 3:16; especialmente, Jn 15:1 y ss). Quienes creemos en el Señor estamos invitados a ocupar las moradas que él tiene preparadas para nosotros. Que un milagro no se de inmediatamente en el tiempo presente no significa que Dios nos ha olvidado, o aún, que no sea capaz de darnos plenitud de vida. Sucede que estamos en un largo camino que por un tiempo puede atravesar situaciones muy adversas y dolorosas, pero que en Dios podemos saber que se superarán. El obrar de Dios trasciende el mundo presente. Su visión de la vida y su actuar superan nuestras capacidades, y, sin embargo, por sus milagros podemos saber que su voluntad es agradable y perfecta, que se realizará plenamente en su tiempo.

Los milagros no son la constante del obrar de Dios de este mundo. Él no es, en ese sentido, un Dios de milagros, como algunos dicen. Su poder no se manifiesta básicamente en sus actos milagrosos, sino en su amor. Los milagros son señales de este amor, pero no son la única señal. En ese sentido también son incompletos, ya sea porque no suceden en todos los casos como también porque la salud física –que sí es importante– no lo es todo en este mundo ni en el venidero. No es la única salud que necesitamos para vivir en plenitud. Por eso nuestras historias, que llevan consigo diferentes muletas para sostenernos, no son menores ni olvidadas por Dios porque no podamos caminar sin ellas. Lo que evidencian es que se viene algo superador, que quizás el problema no está en no poder caminar sin ellas sino el formar parte de un mundo que nos hace sentir menos porque las precisamos. Pero llegará el día en que no precisaremos milagros, porque todo nuestro ser: cuerpo, alma, espíritu, mente, sentimientos, será renovado en plenitud, y gozaremos de la vida en armonía con Dios y los suyos.

 
 
 

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